jueves, 30 de octubre de 2008

Violencia y Discapacidad

José Luis Fernández Iglesias
Periodista



Todos conocemos las diversas formas que tiene la discapacidad de entrar en la vida de la
gente. Unas son genéticas; otras se adquieren en el momento del nacimiento; algunas se detectan y desarrollan en los primeros años de vida; otras aparecen de forma traicionera en la juventud; algunas sobrevienen por imprudencias o mala suerte; y las más dan la cara en la vejez con el normal deterioro de nuestras células. Virus, genes imperfectos, errores médicos, accidentes laborales, de tráfico o en el hogar, u órganos deteriorados por los años o por los excesos son el origen de muchas discapacidades. Éstas se han dividido históricamente en físicas, psíquicas y sensoriales, aunque en los últimos años se cuestiona esta simplificación por el propio avance social de este colectivo. Así, grupos de discapacidades que antes ni se nombraban, como la de los orgánicos o la lógica separación entre discapacidad intelectual y enfermedad mental, por poner sólo dos ejemplos, facilitan la identificación, mucho más acorde con la realidad, de grupos que antes se diluían entre definiciones mucho más genéricas de personas con discapacidad.

Pero dentro de las distintas clasificaciones, más o menos recientes y certeras, también podríamos añadir una nueva forma de catalogarlas: las que tienen un origen violento o las que son producto de la adversidad sin mediar brutalidad alguna. Esta simulación, que no pretende llegar a sentar ningún tipo de teoría científica, si tiene como objetivo llamar la atención sobre las discapacidades que se generan en una sociedad como la nuestra, donde la violencia es algo cotidiano. La vemos con naturalidad en el cine o en la televisión. No es extraño ver en la pantalla como dos individuos se dan una paliza de muerte durante cinco minutos sin siquiera despeinarse, cuando en la vida real dos mandobles de esos a cualquier ciudadano de a pie le podría ocasionar graves consecuencias. Es una frivolización de la violencia que en la vida real tiene otra cara. Vamos con los ejemplos: hace unas semanas ha aparecido en la prensa la agresión que sufrió Miwa Buene, un congoleño que ha quedado tetrapléjico por una agresión racista. El salvaje responsable de esta violencia xenófoba, completamente identificado, está en la calle. Siempre me ha resultado curioso los criterios que se utilizan para meter, o no, a desaprensivos en la cárcel en función de la alarma social que provocan sus actos. Parece ser que dejar en una silla de ruedas sin movilidad del cuello para abajo de una paliza a un ser humano, por ser negro, no provoca alarma social.

Pero volvamos a la relación entre violencia y discapacidad. Este caso que he reproducido es
cotidiano: adolescentes que se pelean los fines de semana bajo los efectos de cualquier tipo de
droga o por cualquier nimiedad; pandillas que se pelean entre sí o que golpean violentamente a un adversario, a un mendigo, a un homosexual o a un inmigrante por el hecho de serlo; la interminable y descorazonadora violencia contra la mujer, etc. Todas estas noticias llenan los periódicos e informativos todos los días, pero pocas veces se habla de las secuelas que producen. Hay un dato significativo que en su momento paso desapercibido y que me parece elocuente: en septiembre de 2002, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa adoptó por amplia mayoría un informe sobre la violencia doméstica en los hogares europeos en el que se subraya que, según las estadísticas, ésta es la principal causa de muerte o discapacidad en el grupo de mujeres de entre 16 y 44 años de edad. Escalofriante.

A lo mejor habría que hacer un estudio que valorara que efecto, en términos generales, tiene
la violencia cotidiana en la creación de nuevas discapacidades. A lo mejor nos llevábamos una
sorpresa.

Artículo publicado en www.joseluisfernandeziglesias.com